Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Retrato de un maestro (fuera de concurso)

Alcides A. Greca

En estos días se encuentra en plena etapa de desarrollo un concurso literario sobre el tema “Retrato de un maestro” para estudiantes de medicina (ver publicidad, bases y condiciones en este sitio informático), cuyo ganador se conocerá durante el Congreso Argentino de Estudiantes de Medicina a llevarse a cabo en Rosario en octubre del corriente año. Pese a que todos los que día tras día dedicamos horas robadas al esparcimiento o al descanso para estudiar medicina, nos consideramos eternos estudiantes, lo cierto es que para mí esta convocatoria llegó exactamente treinta años tarde; tal el tiempo transcurrido desde que egresé de las aulas. Con todo, tengo tan vívida la figura de un maestro verdadero, de los que se encuentran sólo de tanto en tanto, y el privilegio de seguir aprovechando sus enseñanzas en la tarea cotidiana, que aunque sea sin aspiración literaria alguna, siento la necesidad de retratarlo y homenajearlo desde esta nota editorial.

Conocí a Alfredo Rovere cuando comencé a cursar Farmacología a mediados de los 70 en medio de una época difícil para la política nacional y por supuesto también, para la Universidad. Era en ese entonces un hombre de unos cuarenta años, pero como su cabello había encanecido en forma total muy tempranamente, su aspecto físico permaneció casi inmutable y el paso del tiempo nunca pareció afectarlo. Menos aún en lo que se refería a su intelecto: lector impenitente, dueño de una prodigiosa memoria, con una enorme capacidad de trabajo, era habitual verlo llegar a su gabinete de investigación casi de madrugada e irse luego que todos, siendo ya entrada la noche. Dedicó a la Facultad una gran parte de su vida y la sintió siempre como su segunda casa. Cuando se llegaba a la Cátedra y se lo veía deambular mostrando cierto mal humor (que resultaba gracioso), enfundado en su guardapolvo azul gastado, el visitante desprevenido no solía advertir que estaba frente al profesor titular, uno de los farmacólogos más prestigiosos del país. Apabullaba a sus alumnos y también a sus colaboradores con sus enormes conocimientos y muchos sospechábamos que guardaba el libro entero de Goodman y Gilman en la cabeza. Nadie podía, por mucho que se esforzara, comentarle algún trabajo que él no hubiera leído o encontrar algún efecto colateral excepcional de alguna droga que él no conociera. Tuvo siempre un ácido sentido del humor y solía hacer chanzas nada condescendientes acerca de la ignorancia farmacológica de sus alumnos. Tales bromas, lejos de resultar hirientes o de generar rencores, no hacían más que agigantar su figura y hacerlo más querible. Su sentido de la ética era casi místico y tuvo siempre una conducta personal y universitaria intachables. Se encolerizaba a veces cuando los prospectos de los productos medicinales en la Argentina omitían algunos efectos indeseables importantes y repetía incesantemente a sus alumnos la necesidad de recurrir permanentemente a los libros y no guiarse por propagandas médicas.

A mediados de los 80, una disposición legal estableció que los profesores concursados debían volver a rendir concurso para conservar sus cargos. Rovere se presentó nuevamente, siendo el único candidato. ¿Quién iba a osar oponérsele? Llegó el día del sorteo del tema de la clase de oposición y ante la tensión de todos los que presenciábamos la ceremonia, el sobre elegido al azar contenía el tema “Diuréticos”. Los nervios se desvanecieron en algunas carcajadas: Rovere venía dando esa clase desde hacía más de veinte años. No podía existir nada sobre los diuréticos que a él se le escapase. Algunos, entre risas, nos animamos a decirle: “Váyase al cine, maestro. ¿Qué va a preparar de diuréticos?”. “¿Cómo ir al cine? - dijo nervioso -, tengo que irme a estudiar”.

Infundía terror cuando tomaba examen, aunque sus preguntas eran llanas y sencillas. Todos sentíamos, sin demasiado fundamento, que por mucho que respondiéramos iba a ser imposible satisfacerlo. Pocos profesores habrán puesto tantos aplazos como él, y eso le valió motes de elitista, enciclopedista y limitacionista. Hoy, muchos años después, emociona ver con qué afecto es saludado por todos, incluso los que lo combatieron con esos epítetos, con abrazos llenos de cariño y de respeto.

Ya siendo un profesor jubilado, me pidió permiso (¡a mí, a su antiguo alumno!) cuando me hice cargo de la titularidad de la 1ª Cátedra de Clínica Médica y Terapéutica, para asistir a nuestros pasajes de sala. Recuerdo haberle dicho que para mí era uno de los más grandes honores que él estuviera con nosotros. Y todavía hoy, sigo disfrutando de sus enseñanzas y siento que es una gran fortuna que los jóvenes que no tuvieron la posibilidad de conocerlo como profesor, puedan aprender de él todos los días, cuando al advertir alguna duda en nosotros o alguna controversia, nos llena las casillas de correo electrónico con bibliografía de la máxima calidad y actualidad.

Hace pocos días, la Universidad Nacional de Rosario lo ha designado Profesor Honorario. ¡Nada más merecido! ¡Nada más esperado por todos, excepto por él, que ni siquiera quiso enviar su Curriculum Vitae para la designación, por descreer de los homenajes! Y en estos días de nuevas turbulencias universitarias, donde muchos se preguntan cuál es el rumbo correcto, ver un homenaje a Rovere nos hace descubrir que todavía, pese a todo, se rescatan y resaltan los valores auténticos. ¡Nada más gratificante!

 


 

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