Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Una vindicación de la mentira

Alcides A. Greca

Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos,

comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo.

Jorge Luis Borges

El otro.

Mentir es una práctica a todas luces repudiable. Utilizar subterfugios o estratagemas para torcer la voluntad de otro o manipular a sabiendas con argumentos falaces las expectativas o las esperanzas de un semejante no puede merecer más que reprobación. Engañar a los demás es propio de deshonestos; engañarse a sí mismo es costumbre de tontos.

Cualquiera de nosotros suscribiría a priori los conceptos antedichos, sobre todo si no se destina un mínimo de tiempo a un análisis detenido. No podemos dejar de reconocer que quien alardea de no faltar nunca a la verdad, como aquél que se ufana de cualquier otra virtud para pontificar ante los demás, despierta siempre nuestra sospecha. No transcurre un día en la vida de nadie sin que se digan numerosas mentiras con intenciones diversas.

En su libro “La simulación en la lucha por la vida”, José Ingenieros se ocupa de las formas en que solemos falsear la realidad con buenas o males artes para poder ocupar un lugar más o menos significativo en nuestro entorno social; dicho en otros términos, utilizar una argucia para sobrevivir.

Desde las fórmulas de cortesía, imprescindibles para las reglas de urbanidad, tales como “¿Cómo estás?”, cuando poco o nada nos interesa cómo se encuentra nuestro interlocutor; “Te deseo lo mejor”, cuando tal deseo está muy lejos de nuestro espíritu o “¡Cuánto me alegro!”, cuando alguien nos refiere una satisfacción o un éxito que nada nos entusiasma, las mentiras se nos hacen insoslayables a la hora de convivir en sociedad.

Los ejemplos antedichos suenan excesivamente superficiales y seguramente despertarán en el lector una sonrisa cómplice. ¿Quién no dice este tipo de mentiras todos los días? Cualquiera reconocerá que a lo sumo, podrán ser calificadas de inofensivos pecadillos veniales. Pero existen otros casos en los que la utilización de la mentira es de origen más serio y aun así, se la considera con indulgencia.

Los médicos mentimos a los demás y a nosotros mismos con notable frecuencia y no por ello se nos critica; por el contrario, a menudo se nos elogia abiertamente. Decirle al paciente que su porvenir en relación con su padecimiento es mucho mejor de lo que realmente pensamos que es o que siempre tenemos recursos para afrontar los avatares de una dolencia cuando en realidad estamos quemando los últimos cartuchos, entra dentro de las denominadas mentiras piadosas y suelen ser un rasgo de humanidad. A veces omitimos parte de la realidad o directamente la tergiversamos con la excusa de no aumentar la angustia de nuestro enfermo, cuando en realidad estamos escapando de nuestra propia angustia. Esto, sin embargo no puede tildarse de mentira, puesto que por lo común se trata de un mecanismo de defensa inconsciente.

Otras veces los médicos nos convencemos a nosotros mismos de que nos esforzamos sin reconocimiento económico, exclusivamente por el bien de los enfermos y nos sentimos, y nos agrada ser vistos por los demás, como verdaderos desinteresados benefactores de la humanidad. Es difícil que alguien haga algo sin recibir por ello compensación alguna; aunque no reciba dinero, de seguro se recompensa con formación profesional, con prestigio, con publicaciones científicas, con notoriedad. Cabría preguntarse a sí mismo si se haría lo que se hace en caso de que nadie se percatara del asunto en absoluto. Aun aquellos filántropos que creen en la vida más allá de la vida, suelen esperar una recompensa divina por sus buenas acciones.

Todos los seres humanos mentimos con frecuencia en nuestra vida de relación a los demás y a nosotros mismos. Los médicos lo hacemos con especial asiduidad. Sería importante que fuéramos autoindulgentes con estos pequeños pecados y no tratáramos de cubrirlos con el disfraz de la filantropía y que fuéramos implacables en la autocrítica para no caer en aquellas otras mentiras que encierran indicaciones terapéuticas de dudosa efectividad o estudios de alto costo y no despreciable riesgo, con el único propósito de aumentar los ingresos. Éstas sí son mentiras que la ética no puede, en modo alguno, tolerar.

 

 

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