Prof. Dr. Alcides Greca

Profesor Titular de la 1ra Cátedra de Clínica Médica de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario

 

 

 

 

Los enfermos notorios

Alcides A. Greca

La relación entre enfermo y médico debe desarrollarse siempre en un ámbito de intimidad y de reserva. Sólo al paciente le compete toda la información acerca de su dolencia y el médico debe garantizarle su no divulgación. Esta es la base del secreto médico, al que todos los que ejercemos esta profesión estamos obligados y al que en muy contadas ocasiones estamos autorizados a renunciar. Podremos revelar la información en cuestión cuando nos sea requerida por la justicia o en los casos en los que el bien jurídico a tutelar (p. ej. la salud de un tercero inocente) pueda anteponerse al derecho que todos tenemos a nuestra intimidad, y aun en estos casos, la jurisprudencia no es unánime. En aquellas situaciones en que la información clínica de un paciente se utilice solamente con fines educativos, el médico está obligado a no brindar dato alguno, directo ni indirecto, que permita identificar al enfermo. Estos principios que parecen sólidos y de comprensión inmediata para médicos y para pacientes, se desdibujan y se tornan inasibles cuando el enfermo es una figura pública de gran notoriedad. Si se trata de un gobernante, se aducirán unas más que nebulosas razones de estado y cuando son en cambio, ídolos deportivos, cantantes o actores famosos, la sociedad exige conocer pormenores, acaso por un supuesto derecho tácito a la (muchas veces morbosa) curiosidad.

El médico se verá literalmente acosado por flashes, cámaras y micrófonos y deberá sortear preguntas relacionadas con su paciente, a veces muy íntimas, que jamás aceptaría responder si se tratara de un ilustre desconocido. En el caso de los enfermos notorios, diversas emociones lo pueden llevar a hacer revelaciones inconvenientes e innecesarias. Por un lado, el dar la imagen pública de estar al comando eficiente de la situación, por otro el temor a parecer no todo lo diligente que el ilustre enfermo requiere.

Es así que los médicos sufrimos negativas interferencias en estos vínculos tan particulares con nuestros pacientes. Hacer indicaciones de procedimientos diagnósticos o de tratamientos agresivos, riesgosos o simplemente incómodos, puede ser difícil para el médico cuando el enfermo tiene una representación en el imaginario social que lo inviste de un generalizado respeto y de un importante poder. En otros casos, el médico, ante el riesgo de fallar, de que se le escurra entre los dedos un diagnóstico determinado o de que no ofrezca el último y más avanzado tratamiento disponible, puede estar tentado a hacer una verdadera sobreprestación.

No es difícil entender que el principal perjudicado va a ser el propio enfermo, que seguramente si estuviera en condiciones de elegir, pediría ser tratado como un anónimo paciente más, contando con la idoneidad y la honestidad de su médico sin la amenaza que supone a menudo la notoriedad.

La enfermedad no reconoce fortuna, poder o consideración social alguna; cuando enfermamos todos nos equiparamos. “Allegados son iguales, los que viven por sus manos y los ricos” decía Jorge Manrique en sus inolvidables “Coplas a la muerte de su padre”. Y es por eso que ante el dolor de la enfermedad y el temor a la muerte, el poderoso no es más que un ser indefenso necesitado de ayuda. Brindarla es el principal deber del médico y para ello, deberá olvidar galones, títulos y honores y pensar solamente en el ser sufriente que se esconde detrás de ellos.


 

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